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Friedrich Nietzsche
EL ANTICRISTO
1
Mirémonos cara a cara. Somos hiperbóreos; sabemos perfectamente bien hasta qué punto vivimos aparte.
“Ni por mar ni por tierra encontrarás un camino que conduzca a los hiperbóreos”; ya Píndaro supo esto,
mucho antes que nosotros. Más allá del Norte, del hielo, de la muerte;
nuestra
vida,
nuestra
felicidad...
Hemos descubierto la felicidad, conocemos el camino, hemos encoritrado la manera de superar milenios
enteros de laberinto. ¿Quién
más
la ha encontrado? ¿El hombre moderno acaso? “Estoy completamente
desorientado, soy todo lo que está completamente desorientado”, así se lamenta el hombre moderno... De
este
modernismo estábamos aquejados; de la paz ambigua, de la transacción cobarde, de toda la ambigüe-
dad virtuosa del moderno sí y no. Esta tolerancia y
largeur
del corazón que todo lo “perdona” porque todo
lo “comprende” se convierte en
sirocco
para nosotros. ¡Más vale vivir entre ventisqueros que entre las vir-
tudes modernas y demás vientos del Sur!... Éramos demasiado valientes, no teníamos contemplaciones para
nosotros ni para los demás; pero durante largo tiempo no sabíamos encauzar nuestra valentía. Nos volvimos
sombríos y se nos llamó fatalistas.
Nuestro fatum
era la plenitud, la tensión, la acumulación de las energías.
Ansiábamos el rayo y la acción; de lo que siempre más alejados nos manteníamos era de la felicidad de los
débiles, de la “resignación”... Nuestro ambiente era tormentoso; la Naturaleza en que consistimos se
oscurecía,
pues
no
teníamos un camino.
La fórmula de nuestra felicidad: un sí, un no, una recta, una
meta...
2
¿Qué es bueno? Todo lo que acrecienta en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el
poder mismo.
¿Qué es malo? Todo lo que proviene de la debilidad.
¿Qué es felicidad? La conciencia de que se
acrecienta
el poder; que queda superada una resistencia.
No contento, sino aumento de poder; no paz, sino guerra;
no
virtud, sino aptitud (virtud al estilo rena-
centista,
virtù,
virtud carente de moralina).
Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el axioma capital de
nuestro
amor al hombre. Y hasta se
les debe ayudar a perecer.
¿Qué es más perjudicial que cualquier vicio? La compasión activa con todos los débiles y malogrados; el
cristianismo...
3
El problema que así planteo no es: qué ha de reemplazar a la humanidad en la sucesión de los seres (el
hombre es un
fin),
sino qué tipo humano debe ser desarrollado, potenciado, entendido como tipo superior,
más digno de vivir, más dueño de porvenir.
Este tipo humano superior se ha dado ya con harta frecuencia, pero como golpe de fortuna, excepción,
nunca como algo
pretendido.
Antes al contrario, precisamente el ha sido el mas temido, era casi la encarna-
ción de lo terrible; y como producto de este temor ha sido
pretendido,
desarrollado y alcanzado el tipo
opuesto: el animal doméstico, el hombre-rebaño, el animal enfermo “hombre”; el cristiano...
4
La humanidad
no
supone una evolución hacia un tipo mejor, más fuerte o más elevado, en la forma como
se lo cree hoy día. El “progreso” no es más que una noción moderna, vale decir, una noción errónea. El
europeo de ahora es muy inferior al europeo del Renacimiento; la evolución
no
significa en modo alguno y
necesariamente acrecentamiento, elevación, potenciación.
En un sentido distinto cuajan constantemente en los más diversos puntos del globo y en el seno de las
más diversas culturas, casos particulares en los que se manifiesta en efecto un
tipo superior:
un ser que en
comparación con la humanidad en su conjunto viene a ser algo así como un superhombre. Tales casos
excepcionales siempre han sido posibles y acaso lo serán siempre. Y linajes, pueblos enteros pueden
encarnar eventualmente tal golpe de fortuna.
5
No es posible adornar y engalanar al cristianismo; ha librado
una guerra a muerte
contra este tipo huma-
no
superior,
ha execrado todos los instintos básicos del mismo y extraído de dichos instintos el mal, al
Maligno: al hombre pletórico domo el hombre típicamente reprobable, como el “réprobo”. El cristianismo
ha encarnado, la defensa de todos los débiles, bajos y malogrados; ha hecho un ideal del
repudio
de los ins-
tintos de conservación de la vida pletórica; ha echado a perder hasta la razón inherente a los hombres inte-
lectuales más potentes, enseñando a sentir los más altos valores de la espiritualidad como pecado, extravío
y
tentación.
El ejemplo más deplorable es la ruina de Pascal; quien creía que su razón estaba corrompida
por el pecado original, cuando en realidad estaba corrompida por el cristianismo.
6
¡Espectáculo doloroso, pavoroso, el que se me ha revelado! Descorrí el velo de la
corrupción
del hombre.
Esta palabra, en mis labios, está por lo menos al abrigo de
una
sospecha: la de que comporte una acusación
moral contra el hombre. Está entendida -insisto en este tema
- carente de moralina;
y esto
hasta el punto
que para mí esta corrupción se hace más patente precisamente allí donde en forma más consciente se ha
aspirado a la “virtud” a la “divinidad”. Como se ve, yo entiendo la corrupción como
décadence;
sostengo
que todos los valores en los que la humanidad sintetiza ahora su aspiración suprema son
valores de la dé-
cadence.
Se me antoja corrupto el animal, la especie, el individuo que pierde sus instintos; que elige,
prefiere,
lo
que no le conviene. La historia de los “sentimientos sublimes”, de los “ideales de la humanidad” -y es
posible que yo tenga que contarla- sería, casi, también la explicación del
porqué
de la corrupción del
hombre. La vida se me aparece como instinto de crecimiento, de supervivencia, de acumulación de fuerzas,
de
poder;
donde falta la voluntad de poder, aparece la decadencia. Afirmo que en todos los más altos
valores de la humanidad
falta
esta voluntad; que bajo los nombres más sagrados imperan valores de la
decadencia, valores
nihilistas.
7
Se llama al cristianismo la religión de la
compasión.
La compasión es contraria a los efectos tónicos que
acrecientan la energía del sentimiento vital; surte un efecto depresivo. Quien se compadece pierde fuerza.
La compasión agrava y multiplica la pérdida de fuerza que el sufrimiento determina en la vida. El
sufrimiento mismo se hace contagioso por obra de la compasión; ésta es susceptible de causar una pérdida
total en vida y energía vital absurdamente desproporcionada a la cantidad de la causa (el caso de la muerte
del Nazareno). Tal es el primer punto de vista; mas hay otro aún más importante. Si se juzga la compasión
por el valor de las reacciones que suele provocar, se hace más evidente su carácter antivital. Hablando en
términos generales, la compasión atenta contra la ley de la evolución, que es la ley de la
selección.
Preserva
lo que debiera perecer; lucha en favor de los desheredados y condenados de la vida; por la multitud de lo
malogrado de toda índole que
retiene
en la vida, da a la vida misma un aspecto sombrío y problemático. Se
ha osado llamar a la compasión una virtud (en toda moral
aritocrática
se la tiene por una debilidad); se ha
llegado hasta a hacer de ella la virtud, raíz y origen de toda virtud; claro que-y he aquí una circunstancia
que siempre debe tenerse presente-desde el punto de vista de una filosofía que era nihilista, cuyo lema era
la
negación de la vida.
Schopenhauer tuvo en esto razón: por la compasión de la vida se niega, se hace
más
digna de ser negada;
la compasión es la
práctica
del nihilismo. Este instinto depresivo y contagioso, repito,
es contrario a los instintos tendentes a la preservación y la potenciación de la vida; es como
multiplicador
de la miseria y
preservador
de todo lo miserable, un instrumento principal para el acrecentamiento de la
décadence;
¡la compasión seduce a la
nada!...
Claro que no se dice “la nada”, sino “más allá”, o “Dios”, o
“la vida verdadera”, o “nirvana, redención, bienaventuranza”... Esta retórica inocente del reino de la
idiosincrasia religioso-moral aparece al momento
mucho menos inocente si
se comprende cuál es la ten-
dencia que aquí se envuelve en el manto de las palabras sublimes: la tendencia
antivital.
Schopenhauer era
un enemigo de la vida; por esto la compasión se le apareció como una virtud... Aristóteles, como es sabido,
definió la compasión como estado morboso y peligroso que convenía combatir de vez en cuando mediante
una purga; entendió la tragedia como purgante. Desde el punto de vista del instinto vital, debiera buscarse,
en efecto, un medio para punzar tal acumulación morbosa y peligrosa de la compasión como la representa
el caso Schopenhauer (y, desgraciadamente, toda nuestra
décadence
literaria y artística, desde San
Petersburgo hasta París, desde Tolstoi hasta Wagner); para que
reviente...
Nada hay tan malsano, en medio
de nuestro modernismo malsano, como la compasión cristiana. Ser en este caso médico, mostrarse impla-
cable, empuñar el bisturí, es propio de
nosotros;
¡tal es
nuestro
amor a los hombres, con esto somos nos-
otros filósofos, nosotros los hiperbóreos!
8
Es necesario decir a quién consideramos nuestro antípoda: a los teólogos y todo aquel por cuyas venas
corre sangre de teólogo; a toda nuestra filosofía... Hay que haber visto de cerca la fatalidad, aún mejor,
haberla experimentado en propia carne, haber estado en trance de sucumbir a ella, para dejarse de bromas
en esta cuestión (el libre-pensamiento de nuestros señores naturalistas y fisiólogos es a mi entender una
broma; les falta la pasión en estas cosas, no sufren por ellas). Ese emponzoñamiento va mucho más lejos de
lo que se cree; he encontrado el instinto de teólogo de la “soberbia” en todas partes donde el hombre se
siente hoy “idealista”, donde en virtud de un presunto origen superior se arroga el derecho de adoptar ante
la realidad una actitud de superioridad y distanciamiento... El idealista, como el sacerdote, tiene todos los
grandes conceptos en la mano (¡y no solamente en la mano!) y con desprecio condescendiente los opone a
la “razón”, los “sentidos”, los “honores”, el “bienestar” y la “ciencia”; todo esto lo considera
inferior,
como
fuerzas perjudiciales y seductoras sobre las cuales flota el “espíritu” en estricta autonomía; como si la
humildad, la castidad, la pobreza, en una palabra: la
santidad,
no hubiese causado hasta ahora a la vida un
daño infinitamente más grande que cualquier cataclismo y vicio... El espíritu puro es pura mentira...
Mientras el sacerdote, este negador, detractor y envenenador
profesional
de la vida, sea tenido por un tipo
humano
superior,
no hay respuesta a la pregunta ¿qué
es
verdad? Se ha puesto la verdad patas arriba si el
abogado consciente de la nada y de la negación es tenido por el representante de la “verdad”...
9
Yo combato este instinto de teólogo; he encontrado su rastro en todas partes. Quien tiene en las venas
sangre de teólogo adopta desde un principio una actitud torcida y mendaz ante todas las cosas.
El pathos
derivado de ella se llama
fe:
cerrar los ojos de una vez por todas ante sí mismo, para no sufrir el aspecto de
la falsía incurable. Se hace una moral, una virtud, una santidad de esta óptica deficiente, relativa a todas las
cosas; se vincula la conciencia tranquila con la perspectiva
torcida;
se exige que ninguna óptica
diferente
pueda tener ya valor, tras haber hecho sacrosanta la suya propia con los nombres de “Dios”, “redención” y
“eterna bienaventuranza”. He sacado a luz por doquier el instinto de teólogo; es la modalidad más di-
fundida, la propiamente
solapada,
de la
falsía.
Lo que un teólogo siente como verdadero no puede por
menos de ser falso; casi pudiera decirse que se trata de un criterio de la verdad. Su más soterrado instinto de
conservación prohíbe que la realidad sea verdadera, ni siquiera pueda manifestarse, en punto alguno. Hasta
donde alcanza la influencia de los teólogos está puesto al revés el
juicio de valor,
están invertidos, por
fuerza, los conceptos “verdadero” y “falso”; lo más perjudicial para la vida se llama aquí “verdadero” y lo
que eleva, acrecienta, afirma, justifica y exalta la vida se llama “falso”... Dondequiera que veamos a
teólogos extender la mano, a través de la “conciencia” de los príncipes (o de los pueblos), hacia el
poder,
no dudemos de que en definitiva es la voluntad antivital, la voluntad
nihilista,
la que aspira a dominar y la
que se encuentra en juego...
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Entre alemanes se comprende en seguida si digo que la filosofía está corrompida por la sangre de teó-
logo. El pastor protestante es el abuelo de la filosofía alemana y el protestantismo mismo es su pecado
original. Definición del protestantismo: la hemiplejía del cristianismo y de la razón... Basta pronunciar la
palabra “Seminario de Tubinga” para comprender qué cosa es, en definitiva, la filosofía alemana: una
teología
pérfida...
El suabo es el mentiroso número uno en Alemania; miente con todo candor... ¿Cuál es la
causa del regocijo que el advenimiento de Kant provocó en el mundo de los eruditos alemanes, cuyas tres
cuartas partes se componen de hijos de pastores y maestros? ¿Cuál es la causa de la convicción alemana,
que todavía halla eco, de que a partir de Kant las cosas andan
mejor?
El instinto de teólogo agazapado en el
erudito alemán adivinó lo que volvía a ser posible... Estaba abierto un camino por donde retornar subrep-
ticiamente al antiguo ideal; el concepto “mundo
verdadero”
y el concepto de la moral como
esencia
del
mundo (¡los dos errores mas perniciosos que existen!), gracias a un escepticismo listo y ladino volvían a
ser, ya que no demostrables, sí
irrefutables...
La razón, el
derecho
de la razón, había decretado Kant, no
alcanza tan lejos... Se había hecho de la realidad una “apariencia”; se había hecho de un mundo
enteramente
ficticio,
el del Ser, la realidad... El éxito de Kant no es más que el éxito de un teólogo; Kant,
como Lutero, como Leibniz, fue una cortapisa más de la probidad alemana, demasiado floja de suyo.
11
Diré aún dos palabras contra el
moralista
Kant. Toda virtud debe ser la propia invención de uno, la
íntima defensa y necesidad de uno; en cualquier otro sentido sólo es un peligro. Lo que no está condicio-
nado por nuestra vida, la
perjudica;
cualquier virtud practicada nada más que por respeto al concepto
“virtud”, como lo postulaba Kant, es perjudicial. La “virtud”, el “deber”, el “bien en sí”, el bien impersonal
y universal; todo esto son quimeras en las que se expresa la decadencia, la debilidad última de la vida, lo
chinesco a la königsberguiana. Las más fundamentales leyes de conservación y crecimiento prescriben
justamente lo contrario: que cada cual debe inventarse su propia virtud, su propio imperativo categórico.
Un pueblo sucumbe si confunde su específico deber con el deber en sí. Nada arruina de manera tan pro-
funda a íntima cualquier deber “impersonal”, cualquier sacrificio en aras del Moloc de la abstracción.
¡Cómo no se sintió el imperativo categórico de Kant como un
peligro mortal!...
¡El instinto de teólogo
llevó a cabo su defensa! Un acto impuesto por el instinto de la vida tiene en el placer que genera la prueba
de que es un acto
justo;
sin embargo, ese nihilista de entrañas cristiano-dogmáticas entendía el placer como
objeción...
¿Qué arruina tan rápidamente como trabajar, pensar y sentir sin que medie una necesidad
interior, una vocación hondamente personal, un placer?, ¿cómo autómata del “deber”? Tal cosa es nada
menos que la receta para la
décadence,
hasta para la idiotez... Kant se convirtió en un idiota. ¡Y fue el
contemporáneo de
Goethe!
¡Esta araña fatal ha sido, y sigue siendo, considerada como el filósofo
ale-
mán!...
Me cuido muy mucho de decir lo que pienso de los alemanes... ¿No interpretó Kant la Revolución
francesa como el paso de la forma inorgánica del Estado a la forma
orgánica?
¿No
se preguntó él si había
un acontecimiento que no podía explicarse más que por una predisposición moral de la humanidad, así que
quedaba
demostrada
de una vez por todas la “tendencia de la humanidad al bien”?; ¿y no se dio esta res-
puesta: “este acontecimiento es la Revolución”? El instinto equivocado en todas las cosas, la antinatura-
lidad como instinto, la
décadence alemana
como filosofía;
¡he aquí Kant!
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Abstracción hecha de algunos escépticos, que representan el tipo decente de la filosofía, el resto desco-
noce las exigencias elementales de la probidad intelectual. Todos esos grandes idealistas y portentosos se
comportan como las mujeres: toman los “sentimientos sublimes” por argumentos, el “pecho expandido”
por un fuelle de la divinidad y la convicción por el
criterio
de la verdad. Por último, Kant, con candor
“alemán”, trató de dar a esta forma de la corrupción, a esta falta de conciencia intelectual, un carácter cien-
tífico mediante el concepto “razón práctica”; inventó expresamente una razón para el caso en que no se de-
bía obedecer a la razón, o sea cuando ordenaba el precepto moral, el sublime imperativo del “tú debes”.
Considerando que en casi todos los pueblos el filósofo no es sino la evolución ulterior del tipo sacerdotal,
no sorprende este legado del sacerdote, la
sofisticación ante sí mismo:
Quien tiene que cumplir santas
tareas, por ejemplo la de perfeccionar, salvar, redimir a los hombres; quien lleva en sí la divinidad y es el
portavoz de imperativos superiores, en virtud de tal misión se halla al margen de toda valoración
exclusivamente racional; ¡él mismo está
santificado
por semejante tarea, él mismo es el exponente de un
orden superior!... ¡Qué le importa al sacerdote la
ciencia!
¡Él está por encima de esto! ¡Y hasta ahora ha
dominado el sacerdote! ¡Él
determinaba los
conceptos “verdadero” y “falso”!
13
Apreciemos cabalmente el hecho de que
nosotros mismos, los
espíritus libres, somos ya una “transmu-
tación de todos los valores”, una
viviente y triunfante
declaración de guerra a todos los antiguos conceptos
de “verdadero” y “falso”. Las conquistas más valiosas del espíritu son las últimas en lograrse; mas las
conquistas más valiosas son los
métodos.
Durante milenios
todos los
métodos,
todas
las premisas de nues-
tro actual cientifismo han chocado con el más profundo desprecio; con ellos se estaba excluido del trato con
los “hombres de bien”, se era considerado como un “enemigo de Dios”, un detractor de la verdad, un
“poseído”. Como espíritu científico se era un
tshandala...
Hemos tenido que hacer frente a todo el
pathos
de la humanidad, a su noción de lo que
debe
ser la verdad, de lo que
debe
ser el culto de la verdad; hasta
ahora, todo “tú debes” estaba dirigido
contra
nosotros...
Nuestros
objetos, nuestras prácticas, nuestro modo
de proceder tranquilo, cauteloso y desconfiado; todo esto le parecía desde todo punto indigno y des-
preciable. Pudiera preguntarse, en definitiva, y no sin fundamento, si no ha sido en el fondo un gusto
esté-
tico lo
que durante tanto tiempo ofuscaba a la humanidad; ésta exigía a la verdad un efecto
pintoresco,
y
asimismo al cognoscente que ejerciera un fuerte estímulo sobre los sentidos. Nuestra modestia ha sido lo
que desde siempre era contrario a su gusto... ¡Oh, qué bien adivinaron esto esos pavos de Dios!
14
Hemos rectificado conceptos. Nos hemos vuelto más modestos en toda la línea. Ya no derivamos al
hombre del “espíritu”, de la “divinidad”; lo hemos reintegrado en el mundo animal. Se nos antoja el animal
más fuerte, porque es el más listo; una consecuencia de esto es su espiritualidad. Nos oponemos, por otra
parte, a una vanidad que también en este punto pretende levantar la cabeza; como si el hombre hubiese sido
el magno propósito subyacente a la evolución animal. No es en absoluto la cumbre de la creación; todo ser
se halla, al la do de él, en idéntico peldaño de la perfección... Y afirmando esto aun afirmamos demasiado;
el hombre es, relativamente, el animal más malogrado, más morboso, lo más peligrosamente desviado de
sus instintos, ¡claro que por eso mismo también el
más interesante!
En cuanto a los animales, Descartes fue
el primero en definirlos con venerable audacia como
machinas;
toda nuestra fisiología está empeñada en
probar esta tesis. Lógicamente, nosotros ya no exceptuamos al hombre, como lo
hizo aun Descartes; se
conoce hoy día al hombre exactamente en la medida en que está concebido como
machina.
En un tiempo se
atribuía al hombre, como don proveniente de un orden superior, el “libre albedrío”; ahora le hemos quitado
incluso la volición, en el sentido de que ya no debe ser interpretada como una facultad. El antiguo término
“voluntad” sólo sirve para designar una resultante, una especie de reacción individual que sigue
necesariamente a una multitud de estímulos en parte encontrados, en parte concordantes; la voluntad ya no
“actúa”, ya no “acciona”... En tiempos pasados se consideraba la conciencia del hombre, el “espíritu”,
como la prueba de su origen superior, de su divinidad; para
perfeccionar
al hombre, se le aconsejaba retraer
los sentidos al modo de la tortuga, cortar relaciones con las cosas terrenas y despojarse de lo
que tiene de
mortal, quedando entonces lo principal de él, el “espíritu puro”. También en este rcspecto hemos
rectificado conceptos; la conciencia, el “espíritu” se nos aparece precisamente como síntoma de una
imperfección relativa del organismo, como tanteo, ensayo, y yerro, como esfuerzo en que se gasta
innecesariamente mucha energía nerviosa; negamos que nada pueda ser perfeccionado mientras no se tenga
conciencia de ello. El “espíritu puro” es pura estupidez; si descontamos el sistema nervioso y los sentidos,
lo que tiene de mortal el hombre,
nos equivocamos en nuestros cálculos;
¡nada más! ...
15
Ni la moral ni la religión corresponden en el cristianismo a punto alguno de la realidad. Todo son cau
sas
imaginarias (“Dios”, “alma”, “yo”, “espíritu, del libre albedrío”, o bien “el determinismo”); todo son
efectos imaginarios
(“pecado”, “redención”, “gracia”, “castigo”, “perdón”). Todo son relaciones entre
seres
imaginarios (“Dios”, “ánimas” “almas”);
ciencias naturales
imaginarias (antropocentricidad; ausencia
total del concepto de las causas naturales); una
sicología
imaginaria (sin excepción, malentendidos sobre sí
mismo, interpretaciones de sentimientos generales agradables o desagradables, por ejemplo de los estados
del
nervus sympathicus,
con ayuda del lenguaje de la idiosincrasia religioso-moral, “arrepentimiento”, “re-
mordimiento”, “tentación del Diablo”, la proximidad de Dios”); una
teleología imaginaria
(“el reino de
Dios”, el “juicio Final”, “la eterna bienaventuranza”). Este mundo de la ficción se distingue muy desventa-
josamente del mundo de los sueños, por cuanto éste
refleja
la realidad, en tanto que aquél falsea, desvalo-
riza y repudia la realidad. Una vez inventado el concepto “Naturaleza” en contraposición a “Dios”, el tér-
mino “natural” era por fuerza sinónimo de “execrable”; todo ese mundo ficticio tiene su raíz en el odio a lo
natural (¡a la realidad!), es la expresión de una profunda aversión a lo real.
Pero con esto queda explicado
todo.
Sólo quien
sufre
de la realidad tiene razones para
sustraerse a ella por medio de la mentira.
Mas
sufrir de la realidad significa ser una realidad
malograda...
El predominio de los sentimientos de desplacer
sobre los sentimientos de placer es la
causa
de esa moral y religión basadas en la ficción; mas tal
predominio es la fórmula de la
décadence...
16
La misma conclusión se desprende de la crítica del
concepto cristiano de Dios.
Un pueblo que cree en sí
tiene también su dios propio. En él venera las condiciones gracias a las cuales prospera y domina, sus
virtudes; proyecta su goce consigo mismo, su sentimiento de poder, en un ser al que puede dar las gracias
por todo esto. Quien es rico ansía dar; un pueblo orgulloso tiene necesidad de un dios para
ofrendar...
En
base a tales premisas, la religión es una forma de la gratitud. Se está agradecido por sí mismo; para esto se
ha menester un dios. Tal dios debe poder beneficiar y perjudicar, estar en condiciones de ser amigo y
enemigo; se lo admira por lo uno y por lo otro. La castración
antinatural
de la divinidad, en el sentido de
convertirlo en un dios exclusivo del bien, sería de todo punto indeseable en este orden de ideas. Se necesita
del dios malo en no menor grado que del bueno, como que no se debe la propia existencia a la tolerancia y
la humanidad... ¿De qué serviría un dios que no conociera la ira, la venganza, la envidia, la burla, la astucia
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